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lunes, 13 de julio de 2015

Ha muerto Unamuno (Pensamiento alavés, 2-3-1937)

Ha muerto don Miguel de Unamuno. Su alma, atormentada por todas las dudas, voló al eterno descanso o al nuevo e inacabable dolor. Unamuno se ha ido de pronto, como no queriendo hacer ruido al cerrarse tras sí la puerta de la vida. Todavía hacía horas nada más que se le veía pasear en Salamanca por la Plaza de la Universidad. Allí queda la piedra labrada para recordar a Fray Luis de León, alrededor de la cual, con sus pasitos menudos y el chaleco de lana hasta el cuello, don Miguel dialogaba sobre temas altos y grandes, espaciosos y profundos, con un Padre Capuchino con quien desahogaba su preocupación religiosa. Preocupación que no era de ahora. Unamuno la sintió siempre. Cuanto más estudiaba, cuanto más sabía, mejor cuenta se daba de que ignoraba lo fundamental. Y vivía en lucha permanente entre su soberbia de sabio y su insignificancia de hombre ante Dios. Un día escribe sus famosos poemas al Cristo de Velázquez, y es como una espita abierta a su misticismo. Pero deambula siempre como entre sombras por el campo de la duda y por la ruta del error. 

Es, por encima de sus atrabilismos, un hombre fundamentalmente bueno; y es también un espíritu selecto. Pero hay en él un espíritu de rebeldía. El pensador, el filósofo, el escritor, buscaba ahora, tras el monte de sus equivocaciones, la Verdad contra la que no es posible ni lícito rebelarse. Cada vez le era menos difícil encontrarla, porque la sentía. En su doble aspecto esencial: Dios y Patria. 

El amor a España era en él entrañable, profundo; y, sin embargo, la hizo daño. Le dolía España; y, no obstante, hubo ocasiones en que él mismo avivó sus dolores. Ante Cristo Crucificado por amor a los hombres, Unamuno reaccionaba con emoción religiosa; y, a pesar de ello, actuó alguna vez contra la propia Religión de Cristo. Nunca por maldad. Siempre por error.  Su inquietud imaginaba agobios en la disciplina. Y era como el hijo que quiere a sus padres, pero no se sujeta a la obediencia filial. Como si la obediencia fuese una claudicación, cuando la claudicación consiste en creerse capaz de ir por los abrojos mejor que por los caminos. 

Por entre abrojos, por entre zarzas, Unamuno se vio un día convertido en lacayo de la revolución. Había luchado contra la Dictadura; y volvía alegre a España, satisfecho de verla derrumbada. En Irún, al repatriarse, hablaron él y Prieto. Y allí ya, antes de instaurarse la república que él ayudaba a traer, sintió el primer dolor de ser republicano. Unamuno decía cosas de idealista. El público quería otra cosa. Los aplausos frenéticos fueron para Prieto; Prieto hablaba del latrocinio de la Telefónica; refería obscenidades atribuyéndolas a la Corte. Era lo que gustaba. Era el cimiento del régimen republicano. Unamuno, con sus idealismos, nada tenía que hacer allí. Y se le fue arrumbando, como un trasto viejo... 

Luego, ya España por la pendiente de la revolución, Unamuno fue viendo la verdad a medias. Se daba cuenta de que aquello tenía un final de catástrofe. Pensando en el remedio, luchando entre la realidad del fracaso liberal y su liberalismo, vio surgir la guerra civil. La juventud de España se había sentido rebelde.

- ¡Esta es - se dijo - la santa rebeldía! 

Y se sintió también rebelde -por una vez, en serio- contra la vergüenza de una política criminal, que había engendrado aquella guerra. Y dio su grito al mundo en defensa de la Civilización.

Luego, se ha ido, silenciosamente, como no queriendo hacer ruido al cerrarse tras sí la puerta de la vida... 

Dios quiera que se hayan abierto para su alma atormentada las puertas del Cielo.

Pensamiento alavés Año VI Número 1223 - 1937 Enero 02

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