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miércoles, 17 de octubre de 2012

Robert Capa (1913-1954)

Autor de las fotografías más emblemáticas captadas durante la Guerra Civil española, convierte su vida en el paradigma de su propio lema: "Si tu foto no es lo bastante buena es que no te has acercado lo suficiente"


La obra de Robert Capa es quizá la mejor de sus biografías. Gracias a cualquier antología del trabajo del fotógrafo húngaro (nacido en Budapest en 1913 con el nombre de André Friedmann), es posible comprender que el estallido de la Guerra Civil española llega en el momento justo. Así, se convierte en el alimento necesario para el fotoperiodista que por entonces nacía. Capa sólo necesitó una semana para convencer a un puñado de revistas (Vu, de Franía, Weekly llustrated, de Inglatena y la americana Life) de que costearan su viaje y el de su novia, la también fotógrafa Gerda Taro, hacia el corazón de la guerra española. Los preparativos del viaje aplazan su llegada a Barcelona hasta principios de agosto de 1936.

Capa encuentra allí una ciudad excitada por el levantamiento fascista (como definieron los observadores extranjeros al ejército rebelde) y por la colectivización de muchas empresas. El fotógrafo capta la movilización de los milicianos, sus entrenamientos en la retaguardia, la incorporación de las mujeres a los frentes y la euforia de los anarquistas.

Las imágenes de aquella estancia en Barcelona tienen más de épica revolucionaria que de horror bélico. Los niños sonríen empuñando sus fusiles de juguete; milicianos y milicianas se besan por las calles; los combatientes saludan alegres, puño en alto, desde los vagones que les llevarán al Frente de Aragón.

Capa no tarda en abandonar la tranquilidad de la retaguardia barcelonesa en busca de emociones y fotografías más fuertes. A mitad de agosto, su Leica ("una máquina contra los fascistas" según él mismo afirma) tiene su "bautismo de fuego" en la provincia de Huesca. Aquí, retrata a los milicianos loyalist, con su estética de guerrilleros rurales mientras montan sus barricadas y apuran sus garrafas de vino.

Unos días después, el fotógrafo ya se ha puesto a trabajar en las calles de Madrid, empeñadas en los preparativos de su defensa frente al inminente asedio al que habrían de someter a la ciudad las tropas africanas del general Franco. Los gestos de los milicianos aparecer crispados, los entrenamientos de los milicianos adquieren dramatismo.

Sin embargo, la demora en el avance de Franco hace que Capa, impaciente, vaya en busca de las tropas rebeldes hasta Extremadura, donde fotografía a un batallón de campesinos que saludan puño en alto calzados con alpargatas y sin fusiles que mostrar.

La ofensiva republicana sobre la ciudad de Córdoba llama entonces la atención de Capa. Es ahí donde el fotógrafo captura su famosa instantánea Miliciano caído, símbolo universal del pacifismo y objeto de largas polémicas.

¿Qué ocurrió realmente en Cerro Muriano, Córdoba, el 5 de septiembre de 1936? Aquel día, Capa fotografía el cuerpo de un combatiente republicano que se desploma, acribillado por un disparo enemigo, ladera abajo. La instantánea era tan buena que pronto hubo quien dudo de su honestidad.

El principal indicio: una fotografía publicada junto a Miliciano caído en la revista francesa Vu el 23 de septiembre de 1936 -su primera publicación- en la otro combatiente (con distinto uniforme) se retuerce en el mismo suelo que el milicino. La escasa información que acompaña a la foto termina por dar forma a la sospecha: la imagen con más valor simbólico de la causa republicana era una ficción.

Sin embargo, la investigación de algunos fotógrafos de Capa y la memoria de algunos de los presentes en Cerro Muriano aquel cinco de septiembre han despejado algunas de las incógnitas y han apuntado argumentos a la defensa de la honestidad de éste. En cualquier caso, el valor simbólico del miliciano es más fuerte que cualquier sospecha razonable, igual que la fascinación que ha sentido el mundo por la carismática figura de Robert Capa.

En octubre de 1936, Capa regresa a París donde permanece un mes antes de volver a Madrid. La capital española era, ya por entonces, un amasijo de escombros y los combatientes (antes sonrientes), aparecen ahora demacrados entre sus toscos abrigos. Alguno de ellos no puede evitar quedarse dormido durante la instrucción. Por las noches, el fotógrafo baja a las estaciones de metro a retratar a la población civil que se esconde allí de los bombardeos.

En mayo, Capa reaparece en el Frente del Norte, donde retrata la agonía del Gobierno vasco del Lehendakari Aguirre y de sus tropas de gudarís y fotografía la evacuación de Bilbao. Un mes después, el fotógrafo marcha a Nueva York, donde pasa el verano y no regresa a España hasta diciembre de 1937. En el verano del año siguiente, Capa se infiltra entre las milicias republicanas para retratar lo más crudo de la Batalla del Ebro.

Meses después (dedicado a fotografiar la guerra entre China y Japón), Capa regresa por última vez a España, a Barcelona, dispuesto a fotografiar el final de la odisea romántica que había conocido en el verano de 1936. Por entonces, Stalin había ordenado terminar con la aventura revolucionaria de Cataluña. Los rostros de sus hombres y mujeres delatan ante la cámara del fotógrafo húngaro que su caída estaba muy cercana. Cuando ésta se produce, Capa los acompaña hasta la frontera francesa donde captura algunas de las imágenes más tristes de la historia del fotoperiodismo. La misma tristeza que sentía el fotógrafo, que había perdido en España a su novia y colega.

Ahí concluye la aventura española de Capa, aquel chico judío que llega a Berlín con 18 años para trabajar como recadero primero y como aprendiz después en el laboratorio de una agencia de fotografía, hasta que su jefe, Simón Guttman, le encarga un reportaje sobre el líder revolucionario León Trotsky.

Es ahí donde se da a conocer el temprano talento de Capa, que abandona Berlín en 1934, tras el ascenso al poder del partido nazi, camino de París. En la capital francesa, Capa encuentra la protección de fotógrafos como André Kertesz (también húngaro) y Henri Cartier-Bresson, además de la complicidad de su colega y amante Gerda Taro (Stuttgart, 1910, Madrid, 1937),

Fue Taro, precisamente, quien ayuda al fotógrafo a reinventar su personalidad y su carrera. Decepcionado por el poco éxito de su obra, la pareja se inventa una nueva identidad, la de Robert Capa (nombre que se les ocurrió de la síntesis entre el actor Robert Taylor y el cineasta Frank Capra), un misterioso fotógrafo de prestigio procedente de Estados Unidos que nunca se dejaba ver. El mercado pica y las fotos de Capa empiezan a venderse por un precio que triplicaba la cotización de las del originario André Friedmann.

La Segunda Guerra Mundial le sorprende en Estados Unidos, donde logra acoplarse a las tropas aliadas en el norte de África.

Después, Capa empieza a preparar su otra gran obra maestra: el reportaje del desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944. Sus imágenes de la playa de Omaha, avanzando con el agua hasta la cintura junto a los soldados, son míticas. Al término de la guerra, funda la agencia Magnum junto sus amigos Henri Cartier-Bresson, David Seymour, George Rodger y William Vandivert. Magnum nace como una cooperativa encargada de comercializar el trabajo de los fotógrafos free lance, hoy su nombre ha trascendido como la marca más admirada del mundo del fotoperiodismo. A partir de ese momento, Capa empieza a dedicar gran parte de sus energías a a sacar adelante y promocionar el trabajo de sus compañera en la conocida agencia de prensa.

En abril de 1954, mientras ejerce de comisario en una expoción, recibe una llamada de Life pidiéndole que acuda a Vietnam cubrir los combates en Indochina. Capa no se resiste. Mientras participa en una incursión del Ejército francés en el delta del río Rojo pisa una mina antipersona y con sólo 40 años se covierte en un mito.

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