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domingo, 21 de octubre de 2012

Belarmino Tomás (1892-1950)

Líder de los mineros alzados en armas en octubre de 1934, ya en plena Guerra se convierte en gobernador de una "República asturiana independiente" cuyas decisiones chocan a menudo con las del Gobierno central


Quiso ver en la revuelta asturiana un augurio del triunfo proletario, a la manera del amago de revolución que en 1905 sembró en Rusia las semillas soviéticas que echarían raíces 12 años después. Así lo reconoce Belarmino Tomás en su discurso en Sama ante el último bastión rebelde de la fallida revolución de octubre de 1934 que él mismo ha liderado. Tomás insta a los mineros a deponer las armas ante el avance de legionarios y regulares moros a los que el Gobierno de Lerroux ha encomendado la tarea de sofocar los disturbios.

"Todo cuanto podemos hacer es concertar la paz", clama entonces ante la multitud congregada en la Plaza Mayor, según el testimonio de Manuel Grossi, militante del Bloque Obrero y Campesino y miembro del Comité de Oviedo. "Pero esto no significa que abandonemos la lucha de clases. Nuestra rendición de hoy no significa más que un alto en el camino, que nos servirá para corregir errores y prepararnos para la próxima batalla, que habrá de terminar en la victoria final de los explotados". Su presagio había errado en el pronóstico del ganador, pero no en la proximidad de nuevos y sangrientos combates que partirían España en dos poco después.

Minero autodidacta y curtido en las luchas sindicales, Belarmino Tomás se halla al frente de la revolución asturiana, en palabras de Hugh Thomas, "un poco sin comerlo ni beberlo". El propio historiador adscribe a Tomás y al que fue su compañero a la cabeza de los mineros rebeldes, el también socialista Ramón González Peña, en las filas de los "moderados". Ambos gozan además de gran prestigio entre los liberales de clase media al tiempo que entre los proletarios.

La mecha revolucionaria que prende en toda España contra la entrada de la CEDA en el Gobierno, que gran parte de la izquierda identifica con la implantación del fascismo, radicaliza a la militancía asturiana y la coloca en cabeza de una revuelta sofocada con rapidez en el resto de provincias españolas.

El propio Tomás se queja amargamente en las últimas horas del "glorioso movimiento de insurrección" del 34, como él lo llama, de que "en el resto de las provincias de España, los trabajadores no han sabido cumplir con su deber y no nos han ayudado". Y achaca la derrota a esa especie de traición.

El caldo de cultivo de unos disturbios que pasarían a formar parte de la épica izquierdista en los años de la Guerra Civil se cuece gracias a una fuerte masa trabajadora -unos 50.000 mineros pueblan la provincia- bien organizada, disciplinada e imbuida de "un espíritu de misión" gracias a la propaganda marxista y anarquista, explica Gabriel Jackson. Tomás crece, como tantos de sus compañeros, en unas condiciones de vida marcadas por el aislamiento geográfico en los valles de los ríos Aller y Nalón y, según describe el historiador, por "peligrosidad de su trabajo, la constante vigilancia policial, una casi total ausencia de periódicos nacionales, autos, radios y comodidades, así como una sed por un mínimo de dignidad y educación que sólo podían saciar a través de sus sindicatos mineros".

El propio soberano de Asturias, como le recordarán más tarde los libros de Historia, es ejemplo de la evolución de esa clase obrera de fuerte conciencia política hacia la militancia revolucionaria. De origen humilde, se traslada pronto de su Gijón natal hacia la cuenca hullera langreana para trabajar desde los 13 años como minero. Su principal logro sindical es el de conseguir para los trabajadores de la mina la jornada de siete horas, antes de lanzarse a una carrera política que comienza a forjar bajo el paraguas del padre del socialismo asturiano, Manuel Llaneza, y en el marco de los movimientos proletarios de la época.

El primer cargo público que ocupa es el de concejal de Langreo, en pleno corazón de la cuenca. De allí partirían en 1934 miles de sus antiguos compañeros, abriéndose camino hacia Oviedo para llevar a cabo bajo su liderazgo la anhelada revolución proletaria.

Los comités revolucionarios florecían en cada ciudad y pueblo capturado al grito de "Unios hermanos proletarios", la consigna minera que logró lo que años después resulta imposible: fundir en un sólo bloque a comunistas, anarquistas y socialistas en su versión política y sindical (UGT y CNT afianzan un pacto que perduraría hasta la Guerra Civil y que no tiene parangón en otras provincias).

La brutalidad de la represión del levantamiento empuja a Belarmino Tomás a pactar con el general liberal López Ochoa la rendición de los rebeldes replegados en la ciudad de Sama. El 12 de octubre, su socio a la cabeza de la revuelta, González Peña, dimite, incapaz de convencer a los mineros de la necesidad de detener la lucha y evitar las destrucciones innecesarias. Jackson hace hincapié en el esfuerzo de éste por impedir que los rebeldes vuelen la catedral de Oviedo y en las acusaciones de cobardía vertidas contra él y otros líderes que aconsejan la rendición.

Sin embargo, para el día 18 hasta el propio Tomás es incapaz de ver otra salida: "¡Camaradas, soldados rojos! Delante de vosotros, convencidos de que hemos sido fieles a la confianza que depositásteis en nosotros, venimos a hablaros de la triste situación (...). Hemos de confesar nuestras conversaciones de paz con el general del Ejército enemigo". En ellas el líder asturiano da testimonio ante López Ochoa de los excesos cometidos por legionarios y regulares moros: días antes, recorriendo las afueras de Oviedo, ha contemplado con sus propios ojos en el cementerio una pila de 18 cadáveres atados juntos y mutilados. En una de las casas visitadas ha visto el cadáver de una joven violada y a la que se han amputado los brazos.

Tomás, como el resto de dirigentes de la revuelta, es encarcelado y condenado a muerte, castigo del que es eximido tras un tenso tira y afloja entre Lerroux -que teme la repercusión de las ejecuciones en un caldeado ambiente en el que bullen las acusaciones de tortura contra las Fuerzas Armadas- y los ministros de la CEDA, que dimiten después de que se conmuten las sentencias. Las listas del Frente Popular para las elecciones de 1936 incluyen el nombre del dirigente asturiano, convertido en símbolo revolucionario, y le garantizan un escaño tras la victoria de la coalición de izquierdas.

En Oviedo, la euforia entre los partidarios del Frente Popular se adelanta incluso a los resultados. Mientras en Madrid una multitud se aglomera ante el Ministerio de la Gobernación al grito de "¡Amnistía!!, los militantes asturianos abren las cárceles en las que se hallan detenidos los protagonistas de la sublevación del 34.

La represión no ha conseguido apagar la efervescencia revolucionaria en el Oviedo de 1936, hasta el punto de que la ciudad parece impermeable al alzamiento del 18 de julio, por lo que la capital asturiana no es tenida en cuenta por los militares sublevados para dirigir hacia ella sus primeros embates.

Un movimiento crucial en el confuso ajedrez que juegan partidarios y enemigos de la República pone al descubierto el corazón de la revuelta roja. El coronel Antonio Aranda, uno de los grandes estrategas del Ejército y jefe de la guarnición de la ciudad, declarando su lealtad al Gobierno elegido en las urnas, consigue que tanto Belarmino Tomás como González Peña minimicen el peligro que corre la ciudad. Ambos descartan la opción de armar a los mineros para defenderla. La vulnerabilidad de la plaza se incrementa cuando 4.000 trabajadores de las minas emprenden la marcha hacia el frente de Madrid en tren llevando consigo los fusiles y la dinamita que esconden desde 1934.

Es entonces cuando Aranda pone al descubierto su verdadera filiación política -que no es la de "republicano y masón" que, según Jackson, se le atribuía- ordenando a varias unidades de la Guardia Civil que acudan a Oviedo. "Al salir de los cuarteles, hicieron el saludo del puño en alto»"asegura el historiador. Aranda no consigue que la ciudad caiga entonces, dado que tiene enfrente al resto de Asturias -el 20 de julio se encontraría cercado nuevamente por otra fuerza de trabajadores-, pero sí logra abortar la operación de los trenes de mineros al alertar a los militares de Valladolid para que les corten el paso.

Tomás se convierte en gobernador de Asturias bajo control del Gobierno central, unificando así un poder dividido entre autoridades rivales: anarquistas en Gijón, cuyo Comité de guerra preside Segundo Blanco, y socialistas en Sama, a cuyo frente se halla en un principio González Peña y después Amador Fernández. Como regidor de Asturias, Tomás pasa a gobernar por delegación a la manera en que Martínez Barrio lo hace en Valencia. A partir de diciembre de 1936 presidirá el recién creado Consejo interprovincial de Asturias y León, organismo que funcionará con un amplio grado de autonomía. Bajo su mandato, las minas de carbón se someten al control de unos consejos que reparten la capacidad de decisión entre el Estado, representado por un director, varios técnicos, un director delegado y un secretario. Los trabajadores afianzan su poder sobre los nombramientos, ejecutados por ellos mismos y por el consejero de Minas. "El director no podía actuar sin la aprobación de los mineros", explica HughThomas.

El asedio contra Aranda, atrincherado en Oviedo, y contra el coronel Pinilla, que resiste en el cuartel de Simancas, en Gijón, continúa durante el mes de agosto del 36, cuando éste último radia un mensaje a los barcos nacionales anclados frente a la ciudad para que destruyan su refugio, en el que ha comenzado a penetrar el enemigo.

En agosto de 1937, la caída de Santander y el avance de las tropas de Franco en el Norte concentran aún más poder en las manos de Belarmino Tomás. El día 24 Asturias se proclama territorio independiente y el Consejo de Gobierno se declara soberano. Su política es muy criticada por el mismo Azaña, que lo califica despectivamente como "el gobiernín"

Los mandatos del presidente de la llamada República de Asturias chocan en numerosas ocasiones con los del Gobierno republicano, que percibe algunos de sus actos como un ataque a las competencias del poder central. Los roces no sólo se dan en materias relativas al orden público y a la dinámica de la propia guerra, sino en otras como la emisión de papel moneda y sellos postales. La huella del soberano de Asturias queda impresa incluso en aquellos billetes que circulan por los territorios asturianos independientes, conocidos popularmente como belarminos.

"Los actos de la corporación (que presidía Tomás) rebasaron la estricta parcela de competencias que legalmente le estaban atribuidas e invadieron la esfera de las materias reservadas al poder central", describe Juan José Menéndez García en su biografía sobre el líder asturiano, que recoge dos versiones contrapuestas sobre la personalidad del dirigente. Una de ellas, la de Manuel Azaña, que deja constancia en sus escritos de la visita de varios miembros de Izquierda Republicana por Asturias que "truenan contra Tomás y su desmesurada ambición de mando y de dirigirlo todo... Reconocen que la empresa sobre Oviedo, el afán de tomar la ciudad, las fanfarronadas sobre el triunfo fácil y la dirección de las operaciones han resultado funestas (...). Reprueban la formación de ese Gobierno extravagante y su conducta".

El testimonio de un ordenanza del gobernador asturiano ofrece otra imagen de una personalidad compleja: "¡Cuántas veces se acuesta sin cenar! Era tan bueno y modesto que (me decía): qué quiere, compañero... yo no soy más que un minero, y usted es maestro!".

Uno de los grandes errores de estrategia que se le achacan a Tomás fue despreciar la amenaza interior que suponía la quinta columna dentro del territorio asturiano: "En la Asturias roja no hay fascistas", afirma entonces, menospreciando una fuerza que hará sucumbir a Gijón antes de lo que preveían los nacionales. La resistencia se debilita a lo largo de la primavera del 37, pese a que las fuerzas republicanas logran adentrarse en Oviedo. La ciudad se convierte en la plaza mítica cuya consecución garantizaría la victoria. Un símbolo a la manera en que lo había sido el Alcázar para el otro frente. "La semana que viene tomamos café en Oviedo. ¿Quieres venir?", invita Belarmino Tomás a quienes quieren escucharle. Otro de sus errores, cuenta Menéndez García, es arrancarle el mando militar al general Gámir, jefe supremo del Ejército del Norte, para otorgárselo al coronel Prada, que "fue retrocediendo arrollado por la superioridad numérica y moral de los adversarios". Muchos de sus soldados perecen tratando de conquistar alguna bandera o ametralladora enemiga, por las que el Consejo Soberano de Asturias ofrece 4.000 y 2.000 pesetas respectivamente.

Las fuerzas del Gobierno asturiano decrecen, y al llegar el mes de octubre, se ven acorraladas y emprenden la huida. El día 20,Tomás embarca en un navio inglés hacia zona republicana, donde a lo largo de la Guerra Civil ejerce varios cargos, entre ellos el de miembro de la ejecutiva de la UGT y el de comisario del Aire en el Gobierno de Negrín. La victoria nacional le pone en camino hacia el exilio mexicano, en cuya capital fallece en 1950, cumplidos los 58 años.

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